¿Os acordais de Mileva Maric?
Para
llegar lejos quizá más importante que las cualidades innatas y el esfuerzo sea
disfrutar de unas condiciones materiales idóneas. Esta división deja ganadores
y perdedores
Lo
han (hemos) vuelto a hacer. Un año más, los hombres hemos arrasado en los
Premios Nobel. Somos unos 'cracks' todoterreno. No hay ni una mujer en el
listado final, pero sí 10 varones (¡y una organización!). Una dinámica que se ha repetido
durante los últimos años. Qué digo años, décadas, ¡siglos! En 2016 tampoco hubo
ganadora. En 2015, eso sí, la escritora Svetlana
Alexievich y la química Tu Youyou fueron reconocidas. Los
datos totales muestran que las mujeres representan apenas el 5% total de los
galardonados, por un 92% de hombres. La polémica se ha desatado, las redes han
ardido y, probablemente, el año que viene volverá a ocurrir lo mismo.
Hay
muchas razones que explican esta brutal diferencia, pero como siempre, lo más
útil es descender a lo puramente material. Como recordaba Sarah Todd
en 'Quartz',
Kazuo Ishiguro, ganador del Nobel de Literatura, ya desveló en su día
cuál era su secreto para alumbrar obras merecedoras del mayor galardón.
Consiste, básicamente, en dedicar cuatro semanas completas a inspirarse y
escribir.
Durante ese tiempo, su mujer Lorna se encargaba de todas las
tareas de casa, de cocinar
y de coger el teléfono cuando alguien llamaba. Ello no solo le permitía tener
tiempo para escribir, sino también “alcanzar un estado mental en el que el
mundo de ficción resulta más auténtico que el real”.
Esto
lo sabe muy bien la creadora de Harry Potter, J.K. Rowling,
que criaba ella sola a sus
hijos cuando comenzó a escribir la saga: solo pudo hacerlo
después de dejar de lado las tareas del hogar. Nos gusta pensar que el genio y
el talento son rasgos innatos que podemos pulir a través del esfuerzo, pero la
realidad es que las condiciones materiales en las que una persona desarrolla
sus cualidades son aún más decisivas, aunque menos visibles. Si hay algo en
lo que coinciden los 'genios' es en haber disfrutado de un entorno que les ha
permitido convertirse en tales, proporcionándoles apoyo material y tiempo. Y
las que han facilitado esto suelen ser mujeres.
Hace
unos años se puso de moda el término “élites extractivas”. Acuñado por el
profesor de economía del MIT Daron Acemoglu y el de la universidad de
Harvard James A.
Robinson, servía para denominar a aquellos dirigentes que se
apartan del interés común y se centran en su propio beneficio. Ya que se
convirtió en un término comodín, bien sirve en esta ocasión para aplicarlo a
los “hombres extractivos”. Aquellos que vampirizan a los que los rodean
para desarrollar sus propias cualidades, llegar lejos en su carrera o,
simplemente, protegerse de los vaivenes del destino delegando lo que menos
rentable les resulta personal o profesionalmente.
Elegimos
tu propia aventura
Hace
unos días comenzó a circular por la red desde un hilo de tuits
de la usuaria @2Cronopia, en los que exponía paso por paso el proceso
que explica la gran divergencia de sueldos entre hombres y mujeres, que
afectaba en última instancia a la cuantía de su jubilación.
Todo comenzaba cuando era ella la que decidía aceptar una reducción de jornada
para cuidar de su hijo y terminaba, décadas después, con los hombres
percibiendo un 157,4% más en su pensión contributiva. Lo que parecía un “hoy
por ti y mañana por mí” terminaba siendo “hoy por ti y mañana, ya veremos”.
La
inteligencia del razonamiento se encontraba en poner al descubierto los
sutiles mecanismos comúnmente aceptados de forma casi inconsciente que
abren las puertas a determinadas personas (hombres) y se la cierran a otras.
Como en uno de esos libros de 'elige tu propia aventura' o los juegos de
estrategia militar para ordenador, lo que en principio parece
una decisión menor y de puro sentido común –como ella cobra menos, es razonable
que sea quien reduzca su jornada– termina multiplicándose exponencialmente a lo
largo del tiempo. No es únicamente una cuestión de dinero. El marido terminaba
ascendiendo, pero era también el que conseguía que sus aspiraciones laborales
fuesen satisfechas y el que lo tenía más fácil para encontrar una alternativa
en caso de crisis (o, pongamos, divorcio).
Durante
las últimas décadas, en toda discusión sobre los genios ha aflorado de una forma
u otra la teoría de las 10.000 horas de Malcolm Glawdwell. Aunque se
haya puesto en tela de
juicio, viene a decir algo así como que basta con dedicar ese
tiempo (el equivalente a 416 días con sus noches) para convertirse en un
experto en una materia. Era una teoría tranquilizadora, muy en consonancia con
el optimismo ligado con la autoayuda, ya que relativizaba las cualidades
innatas para sugerir que a través del esfuerzo podemos llegar donde queramos.
Pero una vez más ocultaba la gran pregunta: ¿quién puede sacar 10.000 horas
libres para convertirse en un experto? Sobre todo, ¿a costa de quién?
La
concepción cultural más popular sobre el genio le confiere inmediatamente legitimidad
para darse prioridad por encima de los demás. Dado que se entiende que es
un rasgo excepcional que distingue a una persona, sería un crimen no cuidarlo y
promoverlo. Otra cosa es que esta supuesta genialidad “de partida” se haya
encontrado con mucha mayor frecuencia en el sexo masculino que en el femenino,
en parte porque algunas de las características convencionalmente asociadas con
el talento
son tremendamente masculinas, en parte por puro machismo. Que se dé por hecho
que los genios pueden ser despóticos, caprichosos y tiránicos y que aun así
debemos permitírselo es la muestra más clara de que conocen bien sus
privilegios. Si se mueve, habla y se comporta como un genio, quizá lo sea.
Un
juego de suma cero
Las
habituales teorías sobre la genialidad suelen situar la puerta de acceso en las
condiciones innatas y en el esfuerzo, y no en las estrictamente materiales. Si
el mundo no está lleno de estas personas excepcionales es porque no nacen las
suficientes, o porque, a pesar de tener cualidades, no las desarrollan. Esta
visión nos lleva a aceptar que, en lo que concierne al talento, cuanto más haya
y más se cuide, mejor para todos. Lo que resulta menos evidente es que,
probablemente, la promoción del talento sea un juego de suma cero. Para que
alguien gane, otro ha de perder.
¿Quién?
A grandes rasgos, todos aquellos que han sacrificado su tiempo y su esfuerzo en
apoyar al potencial genio sacrificándose. Los que han evitado que este tuviese
que enfangarse con el trabajo sucio de limpiar la casa, cocinar, cuidar de los
familiares enfermos o de los hermanos pequeños o realizar todas esas labores no reconocidas
socialmente. Labores que aun hoy en día siguen recayendo mayoritariamente en
las mujeres, pero también en las clases más bajas que han de comerse la
externalización de los marrones de quien tiene dinero. Es muy fácil
defender la cultura del
esfuerzo si tienes una persona disponible durante ocho horas al
día para cuidar de tus hijos mientras tú te dedicas a reflexionar sobre el sexo
de los ángeles.
Esta
barrera de entrada nunca se pone suficientemente de relieve porque hurga en la
gran herida de la meritocracia. Los privilegiados –en cuestión de género, pero
también de clase social– no solo ganamos más, sino que también nos aseguramos
puestos que nos permiten explotar nuestras cualidades, hacer contactos (con
otros hombres que luego nos invitarán, por ejemplo, al congreso de turno, donde
conoceremos a otros hombres) y mostrar lo buenos que somos. Se nos ha enseñado
que debemos comparar cuánto nos miden los talentos, porque valemos
mucho. Sospecho que se ha dado el caso de que un hombre ha conseguido escribir
el tratado definitivo sobre el feminismo mientras su mujer cuida a los niños,
porque claro, es un tema muy importante y hay que dejar a papá con sus cosas.
Como
hombre, soy consciente de que he sido educado para identificar, promover y
cuidar mi talento. No me refiero a mis padres, sino al sistema educativo y a la
sociedad, que me han recordado constantemente que soy especial, que debo llegar
lejos, que debo dedicar tiempo a ello. Es una imposición, pero también un
privilegio del que no estoy seguro que mis compañeras hayan disfrutado. Sigue
ocurriendo hoy en día en mi sector, el periodístico, cuando percibo que se da
por hecho que las mujeres deben encargarse de labores de edición, gestión o
apoyo mientras los hombres nos dedicamos a lo nuestro, que es crear. El error
quizá estaba en ese gesto original que explica por qué esto lo estoy
explicando yo y no una compañera. La gran paradoja final.
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